Doña Herminia
Un lunes muy temprano, el único y legitimo dueño de los terrenos donde hoy existe un lugar llamado Los Almendros, partió a la guerra para no regresar jamás.
Hoy se comenta que el hombre no murió en la guerra pues nunca existió tal guerra. También se dice que fueron sus propios compañeros de armas los que recibieron la orden de acabar con él.
Lo cierto es que el Gobierno de facto de aquella época, expropió aquellas tierras y las parceló.
Se convirtió así, de la noche a la mañana, en el lugar ideal para desterrar a personas indeseables o “molestas” al sistema, o a incautos creyentes en la “bondad” del nuevo régimen y fueran aprobados por ciertos organismos de seguridad para poblar aquel inhóspito lugar.
Un tren de carga que pasó siempre por allí jadeando sin detenerse, paraba ahora frente a los terrenos selváticos, exactamente a las doce del medio día. En algunos de sus vagones comenzaron a traer gente de todas partes del País.
El Estado envió cierta cantidad de materiales de construcción. Los militares alzaron una alcaldía, instalaron al alcalde provisorio nombrado por la dictadura militar y luego el Gobierno se olvidó de él y de todo lo concerniente a aquellas latitudes.
La causa de este abandono se debió tal vez, a las intensas labores dedicadas al exterminio sistemático de los oponentes al nuevo gobierno quienes, increíblemente, continuaban creando problemas al dictador, a pesar de la violenta represión y las matanzas.
El enorme predio había sido plantado profusamente por su antiguo propietario con pequeños árboles frutales, los cuales él pensaba explotar algún día. Ahora esos pequeños árboles habían crecido salvajemente, hasta convertirse en frondosos almendros.
Cada uno de los nuevos asentamientos contaba con varios almendros y... los del Alcalde, con algunos más.
Los dos árboles más grandes y más bonitos, estaban en un lugar ubicado al centro de las parcelas, así es que los colonos decidieron ubicar allí la plaza del pueblo.
Antes de abandonar el lugar, frente a la parada del tren, unos militares, situaron un letrero de madera con letras talladas en fuego, donde se leía -“LOS ALMENDROS”. Luego se marcharon como habían venido, en correcta formación.
Algunos de los colonos se dedicaron a la crianza de aves y animales pequeños, otros a comerciantes y terceros, a la prestación de servicios como lo hiciera don Pedro, el zapatero, por dar un ejemplo.
Pero la gran fuente de riqueza, los árboles, fue poco a poco acaparando la atención de todos.
Con la llegada del primer verano para los colonos que vivían en el lugar, los árboles, se llenaron de frutos rojizos y bellos, sin embargo, desabridos e indigestos, para quienes se atrevieron a degustarlos por ignorancia o tal vez por su parecido con los duraznos.
El estío fue hermoso y duradero, los niños aprovecharon largamente los días de intenso calor retozando en las límpidas y cristalinas aguas del río.
Las tardes estivales también les ayudaron en sus juegos, mientras los adultos optaban por una buena siesta. Al llegar el Verano a sus días finales, los árboles colmados de almendras maduras, comenzaron el ciclo natural de germinación, dejando caer sus simientes sobre la fértil tierra y al poco tiempo, las rudimentarias calles se habían transformado en ríos intransitables, cuyo manantial eran las semillas de los frutos, que las cubrían pródigamente.
La gente del recién creado villorrio, comenzó a vivir una “borrachera” de almendras.
Tinas de baño, barriles, canastos, cajones, zapatos, calcetas, bacinicas y cuantas cosas se pueda imaginar, fueron empleadas por los nuevos lugareños, para llenar sus casas con la dichosa semilla.
Las recetas eran intercambiadas por las mujeres y hasta los ancianos molían pastas, jaleas y todo lo que pudiesen inventar, para engullir y digerir la mayor cantidad posible de aquellas almendras.
Lo cierto es que al cabo de unas semanas, era el pueblo de mayor constipación, del cual se tenga conocimiento en la historia del País.
Tal vez fue allí, en ese momento trascendental, donde nació la fama de doña Herminia. Una de las primeras colonizadoras.
Después de persuadir al jefe del comando militar, algunos dicen, con sus embrujos, ella misma escogió su predio, el más apartado y grande, pues su dominio contaba con el terreno plano y, además, toda una ladera de la montaña.
Ante la gravedad del asunto, la urgencia de la situación estomacal del pueblo y la falta de asistencia médica, doña Herminia, mucho antes del medio día, había tomado una importante decisión.
Allí estaba ella, parada en el medio de las vías.
Luciendo un traje rojo refulgente y un pañuelo de colores fuertes y discordantes, se apretaba ostentosamente la barriga con una mano, mientras agitaba una pañoleta de vivos y resplandecientes, colores con la otra mano.
No se quitó del medio hasta que el tren de las doce, casi empujando su hinchada barriga, se detuvo pitando y humeando escandalosamente.
El maquinista bajó por el costado de la locomotora resoplando, tan fuerte como la máquina misma.
-¿Que diablo pasa con usted? –increpó a la mujer ondeando el gorro con una mano.
-¿Está loca o de verdad quiere morir? –Preguntaba el hombre furioso, con su cara enrojecida y consternada a tal punto, que daba la impresión de una caldera ferroviaria hirviendo.
Sin dar respuesta alguna, Herminia asió los pasamanos de la escalerilla y subió los peldaños. Al agacharse en el último de ellos para entrar en la cabina, escapó de su brillante y redondo trasero rojo, un recóndito y largo sonido, que hizo a la tela del vestido, aflojar algunos centímetros.
-¿Se ha vuelto loca?
-¿Dónde cree que va? -El ofuscado conductor subió rápidamente tras ella.
-¡Uufh! –exclamó cubriéndose la nariz.
La mujer sin decir palabra se había acomodado sobre un cajón al lado de los controles, con las piernas abiertas y extendidas, mientras señalaba con su dedo índice, la hinchada barriga.
Abanicando con la gorra el reducido lugar, el maquinista agarró los controles febrilmente e hizo partir a la locomotora rechinando sobre los rieles, para al fin ganar gran velocidad.
-¡Oh Dios!- ¡Solo esto me faltaba!- ¡Una mujer a punto de parir!
La mujer abanicó sus largas pestañas y expresó un gesto de dolor disfrazado en una lánguida sonrisa, para finalmente aseverar tímidamente, cubriéndose a medias el rostro, con el pañuelo y moviendo la cabeza de arriba abajo en gesto afirmativo.
Dos días después. A la una y media de la tarde, en el tren de las doce. Con la boca muy pintada, esbelta y radiante, Herminia bajaba nuevamente del tren, quizás unos pocos metros más al Norte de Los Almendros.
Con un simple gesto de su mano alzada levemente, se despidió del confundido conductor, sin siquiera volver la cabeza, y moviendo cadenciosamente sus caderas, al caminar sobre los durmientes, se dirigió al pueblo.
Con la cara y el cuello todo manchado de lápiz labial, el antes furioso, ahora en cambio, atribulado y dócil maquinista, con una estúpida sonrisa en los labios, movía tímidamente su mano derecha, correspondiendo así, esperanzado pero inseguro, al displicente adiós de la mujer.
Herminia traía consigo varios paquetes y cajas con frascos y líquidos de colores diversos.
Metódica y diligente mezcló algunas de las pócimas, molió algunas hierbas y junto a fragantes especies, luego las hirvió, para finalmente combinar el jugo con las otras pociones, logrando un colorido y espeso brebaje.
Por la noche casi la mitad del pueblo había desfilado por su casa en busca del ansiado remedio que pondría fin a sus males.
Aquellos bienaventurados que así lo hicieron, durmieron felices, mientras la otra mitad de la población, se debatía en un concierto gaseoso y sonoro.
Esa misma noche, antes de acostarse, Herminia se vistió con una larga túnica negra para luego ceremoniosamente prender seis velas negras frente al espejo del tocador dentro de un lavatorio con agua de mandrágora. Permaneció luego silenciosa frente a la imagen reflejada en el espejo y sus ojos parecieron brillar intensamente ante la luz enrojecida por el ardiente fuego de los pabilos encendidos.
Herminia y sus pócimas, su arrolladora personalidad sus labios rojos y su intensa mirada. Comenzaba su nueva vida... en Los Almendros.
F I N