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El Hambre de Valentina


La Noche Buena no es igual en los Almendros...

Frente al rústico restaurante, entre los almendros, el niño jugaba como de costumbre sus juegos solitarios, mientras su madre, Estela, preparaba el almuerzo de los clientes.

Algo inusual llamó la atención de Aurelio, sintió algo parecido al jadear de un animal hambriento, se volvió y entonces vio a la mujer.

Los ojos del muchacho, intensamente azules la observaron con interés, mas bien con asombro, pero sin que en ellos hubiera el más mínimo destello de temor o desconfianza.

Algo insólito ocurrió entonces al mirarse el uno al otro, una extraña comunicación se produjo entre ambos.

Aquello fue lo que impulsó a Valentina para caminar hacia el pequeño.

Se arrodilló junto a él y a pesar de que su aspecto era bastante deplorable, al niño pareció no importarle aquello, por el contrario, la mujer advirtió cierta conmiseración en los inteligentes ojos del pequeño.

Luego de unos instantes el niño volvió la cabeza para señalar a la mujer que se encontraba tras el mostrador de la fonda, en la rústica cocina al aire libre.

-Es mi mamá -dijo el niño muy serio.

Valentina se quedó mirando a la mujer, a unos quince o veinte metros de donde ellos se encontraban y en ese instante profundo, la distancia le pareció enorme.

Era la distancia entre su vida, la muerte, la cárcel, y su estómago.

Esa noche sería noche buena y su mente divagaba en recuerdos de su infancia, por eso, Estela revolvía la olla concentrada en la nada del remolino que giraba revolviendo la sopa en colores y consistencias de enjundia. La inercia fijaba sus ojos mas allá de la visión abstracta del caldo.

De pronto un presentimiento la sacó de su abstracción e hizo que su mano detuviera el espeso remolino. Sacando el cucharón, se volvió con el utensilio en la mano esgrimiéndolo como un arma.

Sin saber por qué Estela pensó en su hijo.

Comprobó efectivamente que algo raro ocurría. En el otro extremo de la plaza se encontraba el niño frente a una persona arrodillada junto a él.

El reflejo del sol sobre los vasos colgados boca abajo en la estantería enfrente de ella, cegó por unos instantes a Estela.

Finalmente se dio cuenta que se trataba de una joven extraña, que permanecía agachada junto a Aurelio.

Estela dio vuelta al mostrador y abrió la pequeña compuerta para salir, alarmada por la presencia de aquella mujer que parecía salida de un basural.

Al verla, la joven comenzó a girar como para huir del lugar, pero entonces ocurrió algo extraño, el niño cogió fuertemente la mano de la mujer y la retuvo junto a él, mirándole directamente a los ojos.

-¿Tienes hambre? –preguntó muy suave. Tan natural era su forma de hablar que la mujer no supo que responder y antes que pudiese hacerlo, la voz del niño continuó en el mismo tono bajito y serio.

-¡Mi mamá hace comidas muy ricas! –dijo sin ninguna duda en su voz y comenzó a caminar hacia su madre, jalando suave pero seguro, la mano de Valentina.

Estela quedó paralizada al observar como Aurelio tiraba de la mujer que se veía notablemente perturbada.

Cuando estuvieron a pocos pasos de Estela, Aurelio miró directamente a su madre desde la estatura de su infantil presencia.

-¡Tiene mucha hambre mamá! –dijo el pequeño sin soltar la mano de la joven.

-Se llama... –miró profundamente a los ojos de la mujer recién llegada y sin apuro dijo: -¡Valentina! – luego caminó despacito alrededor de ellas y se metió en la fonda.

El caldo caliente le supo delicioso. Al principio bajó quemando su garganta para luego comenzar a llenar el inmenso vacío que había en su estómago, en su alma y en sus venas.

Su nariz se llenó de un aroma conocido y distante. Las especies embriagaban sus sentidos y le hacían cerrar los ojos.

Pudo recordar y diferenciar en su paladar el comino del orégano, el sabor de la carne y el gusto del apio fresco.

Valentina poco a poco, sentía como renacía en su interior la paz de la cazuela y el calor del fuego cercano, con su chisporroteo y el sonido de diminutas ramas crepitando en el brasero.

Estela pensó por unos instantes en correr tras Aurelio, pero al ver a la mujer sumisa y famélica, parada frente a ella, con sus ropas rasgadas, descalza y con la mirada baja.

Como si el frío penetrara su alma por las piernas, sus manos inquietas acariciaban sus muslos.

-El niño dijo que usted se llama Valentina –Estela aseveró mas que preguntar dirigiéndose por primera vez a la muchacha.

Las palabras de Estela le llegaron lejanas, importunadamente reminiscentes.

Con la cabeza gacha sobre el caldo, sin dejar de comer encogió los codos y puso las manos sobre la mesa protegiendo el plato. En el cerebro de Valentina había un caos de encontradas ideas y en ese desconcierto predominaba solo una cosa –¡Saciar el hambre que la devoraba por dentro!

El resto... Era un frenesí guiado por sus glándulas salivales y jugos gástricos.

Estela la miraba con cierta aprehensión. Era como un perro comiendo y gruñendo a los demás.

-“¿Se habrá escapado de algún manicomio?” –pensó para sí, poniendo disimuladamente un cuchillo en el bolsillo del delantal.

<“¿Cómo te llamas?” –“¡Sabemos que tu nombre es Valentina!”> –<“¡No sacas nada con no hablar!”>

Grabadas a fuego en la mente de Valentina estaban los odiosos interrogatorios de los militares.

Muchas veces la tortura ya no era suficiente y se desmayaba en el medio del interrogatorio.

Cuando ya, los golpes, las vejaciones y los electrodos no funcionaban en su cuerpo acostumbrado e inconsciente finalmente al dolor físico, un humeante plato de comida al otro lado de los barrotes era la tortura máxima.

Antes de su detención comer era un acto cotidiano y social, inconsciente y natural. Era el diario devenir; leer, beber, dormir, vivir, como tantas otras cosas.

Valentina jamás hubiese pensado que sufriría de la noche a la mañana, la privación de las necesidades básicas y en las consecuencias psicológicas que estas insuficiencias conllevarían a su pobre existencia.

El plato frente a ella estaba vacío y, sin embargo, continuó maquinalmente hundiendo la cuchara en la nada.

Poco a poco el sopor la invadió e inclinó la cabeza sobre un lado de la mesa... Se quedó dormida con los ojos abiertos y el cuerpo dolorosamente doblado sobre la silla.

Algo había pasado desapercibido para Valentina debido al hambre que corroía sus tripas; Era el día de Navidad y allí en Los Almendros también había ocurrido un enorme milagro.

Aurelio, sin haber visto jamás a la mujer sabía todo sobre ella, empezando por su nombre y si no hubiese sido por el niño y el extraño poder mental adquirido de improviso, tal vez Valentina no se hubiese atrevido a salvar su propia vida, ya perdida en el abismo de su propia existencia.

Esa noche sería más buena que otras para Valentina...

F I N

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